delirios

Tinta.

Chorreaba tinta.  Una delgada línea  se  deslizaba por entre las comisuras de sus  labios.  Esta, como tantas otras veces,  a sus pies se formaba un charco de color violeta inconfundible. Él la recordaba por las marcas que dejaba sobre sus sábanas y por su olor.  De vez en cuando el viento le hablaba de ella, pero esta noche no había nada.  Miraba hacia el horizonte pensando en que las montañas se dibujaban como en el esfumato renacentista, pero faltaba ella y su grave figura desvaneciéndose entre las sombras. Sus labios alguna vez le habían hablado de Ítaca, de magas, de ferrocarriles.  Su boca dibujaba en el aire caminos hacia ningún lugar; le ofrecía a diario el infierno con todas sus llamas y cada uno de los elixires que manaran de su cuerpo.  Tantas noches había sido su morada, ella le contenía entre sus muslos mientras el resto de criaturas de la noche aguardaban una señal para levantar el vuelo hasta que llegue el día y esconderse. 

-¿Quién lo habrá encendido?, pídele por favor que apague el sol-. 

Las sombras dibujadas en el piso indican que ella está por partir.  Su aroma impregna las cortinas y por la ventana se resbala la primera gota que como tinta indeleble ha resultado de la unión de ambos cuerpos.

 Admira ella un cuerpo ahora laxo, de respiración pausada que irradiaba la luz del ocaso; encendida, abrasadora ahora, desfalleciente luego.  -¡Oh Ángel Caído, dentro de tu cuerpo se halla la esencia de la magia.  Por tus poros y tu boca han penetrado las tintas con que se escriben cada una de las letras del Caos.  Nunca más pequeño mío.  Nunca más!-.  

En la mesa de la esquina el humo se eleva hasta llegar a una ventolera por la que se desvanece.  Las risas de las mujeres le aturden, tantos cuerpos contorsionándose en ese mínimo espacio le asfixian.  Se levanta, deja el vaso con los restos de lo que fueran dos hielos y piensa en que hoy más que nunca tiene que escapar.  ¿Quién carajos le mandó a ser ilusionista? Si fuese una simple puta o una sombra estaría mejor. Cierra los puños apretándolos fuertemente y se va.  Un rastro como de mercurio se escurre por el piso. 

Caballero,  ¿me podría dar fuego?  -abre los ojos con el sobresalto de quien sale de un trance-. Había pasado tiempo recordándola, repasando sus formas en el espacio vacío, había logrado hacer al menos un palíndromo con su nombre y al fin estaba ahí, sonriéndole, atrayendo todo su cuerpo hacia ella, sus ojos castaños parecían tener la misma iridiscencia que tiene la flama.  Parada frente a él simulaba un espejismo, sus labios simplemente le invitaban a beber su tinta y respirar el delicado aroma que dejaba para asegurar que no era un fantasma.Una vez más él estaba dentro de ella.

Chorreaba tinta, un delicado hilo de ella escapaba detrás de sus cabellos bañándole el brazo.  En realidad era hermosa.  Había esperado por ella varios años.  La besó en la frente, giró sobre su costado y se durmió.A la mañana siguiente sólo encontró las sábanas mojadas y un papel en blanco.

¿A qué deshoras se le había ocurrido ser escritor?

Andrea Torres Armas

cuentos de humo

Pie tras pie, bocanada a bocanada la ciudad se consume.  El vaho asciende desde las alcantarillas, siento frío y miedo y quiero encender un cigarrillo o gritar…

Me comería las uñas si las tuviera, encendería una hoguera con todos los diarios y luego, lentamente, poco a poco, como en una ducha de agua fría, me introduciría en ella: primero la punta de los pies y las canillas, giraría lentamente hasta que las llamas rocen ligeramente las caderas, luego los hombros y las manos acariciando las chispas que las bañan, luego la coronilla y cerrando los ojos al fin, empezaría a girar hasta sentirme envuelta totalmente.  Levantaré las manos al cielo y, cercada en llamas, ahuyentaré a los mendigos y a las sombras.

Daría una gran carcajada y me echaría a correr hasta que, finalmente, exhausta y totalmente desnuda, me detenga en una esquina a llorar desconsolada porque me han dicho que no existe.

Caminaría de nuevo lentamente, paso a paso, pie tras pie, manos en los bolsillos en dirección a casa.  Desbarataría cajas de papeles que afirman una fantasía.  Me revolcaría en el piso gimiendo de rabia y de rencor intentando rellenar con páginas de árboles caídos agujeros en el piso que conducen a la veintiuno dimensión.

Me echaría a llorar, seguro, si tuviera ojos, si los tuviera… o me comería las uñas o me convertiría en sal para escocerme en las heridas.  Gritaría fuerte, muy fuerte, con un grito desgarrador; entornaría los ojos hasta no ver nada, no hay nada que merezca la pena verse o caminar.

Supondré que el olvido es un anhelo, y que como siempre, digo mucho y en verdad no hay nada.  Me vestiré de luto y haré algún ritual de antropofagia para comerme a mí misma, lentamente en cada página.

Mientras desaparece con ese relato mi costilla y con ese otro mi útero o el vientre un amigo entonará alguna melodía que resuma que mi bruja en el espejo está cansada, que mi espejo está hecho polvo, que el licor que bebía cada mañana es arsénico que envenena las mieles y que mi pluma, -si alguna vez estuvo- ahora ya no existe, y que esta ciudad, de lunes siempre gris, lluviosa y triste, fue solamente un hechizo.

Andrea Torres Armas