“La entrada es gratis, la salida vemos…” dice un tema de Charly Gracía. Así se resume lo que nos pasa con Guayaquil: llegamos, nos trata bien, nos da de comer y beber, ¡hasta bailamos!, siempre pensando que algo malo va a pasar pero nunca pasa —hasta el final—. El momento en que tenemos que irnos, nos da la patada.
El saldo que tiene Guayaquil con nosotros incluye una nariz fisurada, $ 2.500 en equipos de música perdidos por robo, dos pérdidas de vuelo en un mismo día, y claro, la joya de la última visita. No sé por qué insistimos en volver.
El viaje de vuelta a Quito desde Guayaquil empezó el domingo a las 13:30 cuando salimos del hotel camino al terminal de Transportes Ecuador.
Domingo Día de la Madre: A las 14:00 partió la unidad en medio del típico calor sofocante al que no hay neuronas que puedan sobrevivir.
Las primeras horas de viaje fueron comunes y sin mayores sobresaltos: se proyectaron las clásicas películas de violencia innecesaria que todos amamos, las señoras se quejaron porque el baño no estaba abierto y había que llamar cada vez al oficial ―un guambra medio mal genio al que parecía molestarle hacer su trabajo―; se dieron las paradas respectivas en Babahoyo, Quevedo y a las 20:00 en Santo Domingo para comer, la mayor parte del camino ya había sido recorrida.
Hora y media después, el bus se detuvo en en medio de la nada y el chofer pasó donde los pasajeros. “Señores, tengo que informarles que no podemos pasar porque ha habido un ‘derrumbo’ más adelante, por Tandapi, por el aguacero y está cerrado el paso; por Los Bancos tampoco podemos ir porque por ahí se ha ido la mesa de la carretera, vamos a tener no más que esperar aquí”, y dicho esto, el bus estalló en reclamos y en llamadas telefónicas para intentar avisar que nos habíamos quedado. No faltó quien increpara al conductor por no haber previsto el percance del que seguro debían haberle avisado temprano, hubo quien propuso que “en lugar de estar perdiendo el tiempo aquí mejor vamos por Riobamba”. Se hicieron miles de preguntas sobre las posibilidades, otras tantas quejas porque “¿cómo es posible que no haya maquinaria con estos aguaceros?” y alguien respondió: “porque resulta que hasta los maquinistas tienen mamá”. Todos opinaron y se llegó a un consenso, habría que esperar lo que autorizara la central desde Quito, si permitían el uso de una ruta alterna habría que apoyar con dinero para el diesel. Por ahí alguien gritó “bueno jefe, pero mientras, ponga una peliculita…” y el bus en pleno estalló de nuevo, pero en carcajadas.
Mientras se esperaban noticias, el chofer de otro bus de la cooperativa Macuchi haría de avanzado en una camioneta para ver si se podía pasar. Conforme pasaban los minutos la fila iba haciéndose más larga y solo se escuchaban los ecos de la radio haciendo los últimos reportes del estado de la vías y unos cuantos borborigmos. Al final, lo que se decidió fue que todos los buses debían volver al paradero en santo Domingo y esperar hasta las 6:00 a que llegue la maquinaria. Y así se hizo.
La noche pasó entre juegos de cartas y cafés. Dieron las 6:00 y todavía no había paso, para entonces la policía ya regulaba la llegada de nuevos vehículos. Cerca de las 8:00 los buses empezaron a salir para ganar puesto en la fila de salida. Cerca de las 11:00 aún no llegábamos al mismo punto donde el bus se tuvo la noche anterior cerca de Alluriquín. A las 11:40 los buses empezaron a encender motores y avanzar despacito. A las 13:43 el bus llegaba a la terminal de la Juan León Mera, cerca de 24 horas después de haber empezado el periplo.
El viaje no hubiera sido tan malo si a algunos de los que pararon a comer, la merienda no les hubiese dado —como se dice vulgarmente— ‘churreta voladora’. Yo incluida…
¿No me cree, pinche aquí para que vea? Las desgracias de la gente son noticia.