La posibilidad de una isla

Escribir sobre nosotras mismas, sobre nuestra escritura, a veces nos hace recordar que «ninguna mujer es una isla», parafraseando a John Donne.

Ilustración Dusteam para Revista Tangente Gecko UArtes
Ilustración de Dusteam para Tangente n.º 6

Una deconstrucción siempre tiene como objetivo revelar la existencia de articulaciones y fragmentaciones ocultas dentro de totalidades aceptadamente monádicas.
Paul de Man

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Llevo meses con la hoja en blanco y haciendo las lecturas mínimas. Leer es un ejercicio de confrontación. Leer algo ‘inadecuado’ en un estado de vulnerabilidad puede ser iluminador o una forma más de descender. He pensado mucho en el viaje, en la exploración, en la literatura, en esa catábasis y anábasis que se suceden; en que leer y escribir pueden presentar esa misma dualidad del pharmakon y la naturaleza vectorial del viaje hacia las costas o al interior de una misma. 

Repasando mis bitácoras he visto que, sobre el papel, una no puede volver sobre las experiencias, pero sí seguir las huellas, remontarse al rastro: ¿autohistoria o ficcionalización de la vida? Ahora mismo, esta escritura es ese proceso de ida y vuelta, arqueología de mí misma. Yo, mujer-andina-escribiéndome-en-el «hervidero del hampa huancavilca» —como dice el Tush—, me asimilo como si fuera una isla: voy a buscarme caminando el río. ¿Qué ha pasado desde el descenso desde los 3078 m s. n. m., en que estaba mi casa, hasta venir a esta «tierra del prado hermoso asentada en la región del Quilca?».

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Cuando me mudé a Guayaquil empecé una bitácora al estilo de las crónicas de Indias y los diarios de viaje de las expediciones científicas. «T. Señora de las altas tierras», se titula. La primera entrada decía:

Me gustan los números. Yo misma me considero un punto cero de referencia. En los 11 810 días que han trascurrido desde el día en que nací hasta que se inicia este documento, cientos de cifras me han acompañado: conjuntos, fechas, distancias, coordenadas, magnitudes… El más reciente número significativo: 3078 —añádase a la cifra la sigla de metros sobre el nivel del mar—. Mis dominios allende los Andes se extendían sobre esa altura.

Han pasado 3528 horas (y contando) desde que Tobi, el ‘adelantado’, partió de Quito para establecer nuestra base en Santiago de Guayaquil. 2° 8’ 12,1’’ Sur; 79° 53’ 29,5’’ Oeste son las coordenadas que mi explorador escogió para establecer la embajada de Tobisburgo y Nueva Teledonia. La locación se ubica a 1,4 km hacia el oeste del río Daule. El sector en que nos ubicamos es conocido como Sauces 7, este será el punto de partida y de retorno para nuestras expediciones durante los próximos cuatro años. Vine a estudiar Literatura. Me gustan los números, sí, pero la palabra me atraviesa.

Nada queda ya de esa voz impostada. Las entradas de la bitácora han ido menguando con el paso del tiempo. Soy, en notas adicionales, una pésima escritora de viajes, más si la intensidad de la vida me abruma tanto que ni siquiera puedo sentarme a escribir al término de los días o los lugares. Hay días en que me debato entre vivir y escribir, como si de alguna manera no fueran para mí la misma cosa. Guayaquil, quizá con la expansión de mi caja torácica en la que ahora cabe más oxígeno, me ha regalado nuevos matices en la voz y el sonido del flujo del agua.

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Soy, a veces voz,
a veces cuerpo
a veces nada.

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Ahora mismo entiendo las identidades como tránsito. Me reconozco como un sujeto sonoro en movimiento, aunque mi musicalidad actual sea una mera contingencia (¡maldigo al zapatero que hizo que el cierre de mis botas favoritas parezca un cascabel!). Pienso en ese verso de Drexler: «No estar en, sino ser el movimiento», que quizá para Deleuze sería: «No definirse, sino haceos rizomas».

Si pienso en esta idea del movimiento, me encuentro con que no solo mi idea de identidad es la que veo como un tránsito, sino que, en efecto, he sido este tránsito identitario y vivencial: cambiando de opinión, posturas críticas, domicilios… Pienso en mi subjetividad, en mi contexto, en mi propio cuerpo como materialización de la transformación del sujeto político. Soy todo el bagaje social, familiar, cultural, mis propias expectativas, aciertos, casos fallidos. Proceso. Esa distancia entre lo que soy y lo que quisiera ser.

La Agrado, de Almodóvar, decía que una es más auténtica cuanto más se parece a lo que ha soñada de sí misma. Eso: lo que soy, cómo escribo, es un perpetuum mobile que oscila entre lo que empecé siendo en la llakta y el infinito.

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Si ahora mismo escribo sobre mí no es por onanismo. Vine a Guayaquil a estudiar Literatura. Alguna vez estudié Sociología y no se me permitía escribir sino en tercera persona para denotar ‘imparcialidad’ (una mentira que durante muchos años se han creído los cientistas sociales y los periodistas). En los últimos diez años, además, he trabajado como correctora de textos: mi función se centra en que se entienda —sin lugar a dudas— lo que los otros quieren decir. He postergado mi voz. Ahora, me estoy escuchando.

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«No saber de uno mismo; eso es vivir. Saber mal de uno mismo, eso es pensar».
Pessoa, Libro del desasosiego.

Este texto apareció originalmente en la revista Tangente, n.º 6, Gecko (Guayaquil, UArtes: diciembre de 2019).

Peces de ciudad

Relato de ficción que proyecta una catástrofe ambiental dentro de diez años. Quisiera que fuese una distopia futurista y no una predicción que de que «El mar era un cementerio sinuoso».

No podía recordar la última vez que entró a un lugar que no tuviera el aire acondicionado encendido. La idea de una temperatura ambiente agradable se había convertido en algo lejano; hacía tiempo que los termómetros no bajaban de los 35 °C. Cuando el mozo se acercó, pensó —con cierto pudor— que era demasiado temprano para pedir cerveza, pero la sed era más fuerte y aún tenía que hacer tiempo. Minutos después, mientras miraba una gota de agua deslizarse por la superficie del vaso recién salido del refrigerador, imaginó que su frente y espalda debían verse igual, empapadas de sudor.

Antes de salir, escuchó la conversación de la mesa de al lado y recordó que debía volver a untarse el bloqueador solar y ponerse la camiseta de mangas largas para evitar las quemaduras. —Ayer el bebe salió quince minutos y regresó rojito como camarón, ya no se puede andar así nomás.

Ataviada y con la maleta al hombro, se encaminó hacia la playa.

Un destello verdiazulado se reflejaba sobre el mar y se emocionó. Apretó el paso, pero al llegar junto a las fibras pesqueras, la imagen que se había figurado se vio corrompida. Miles de botellas plásticas se balanceaban con la marea confundidas con un montón de cadáveres de peces flotando panza arriba. La basura se extendía en el horizonte y el olor fétido se le instaló en el hipotálamo. Hubiera querido descalzarse, extender una toalla y después zambullirse en el mar, pero ya no había ni arena, sino un sinfín de micropartículas plásticas bajo sus pies. El mar era un cementerio sinuoso.

Hace varios años había escuchado de unas islas flotantes en el Pacífico, en el Índico y el Atlántico. Una especie de ingenuidad juvenil le había hecho querer viajar allí, pero cuando descubrió que las islas eran toneladas de basura y no los Uros oceánicos que se había imaginado, se horrorizó. Ahora sabía que esas islas se habían convertido ya en algo similar a las placas continentales y la contundencia de la estupidez humana le pesó sobre los hombros. Hubiese querido que su abuela estuviera ahí. No, mejor no, se hubiera muerto de nuevo del coraje. Ana había escuchado cien mil veces la misma discusión en las reuniones familiares:

—¡Ahora tanto adefesioso comprando platos desechables! Para no más de comer y luego lavar, andar gastando en tonteras.

—Ay, mamá, ¿quién va a estar lavando todo esto? Así es más fácil.

Su abuela sabía. Ana no entendía cómo, en cambio, alguien como su mamá pensaba que era fácil extraer petróleo, procesarlo, convertirlo en plato, distribuirlo en su supermercado de confianza para ser usado por menos de media hora y que luego este regrese a la tierra de la que, inicialmente, nunca debió haber salido.

Escuchó su nombre y se volteó. El resto del equipo de biólogos acababa de llegar. Debían empezar la recolección de muestras. Desde que los plásticos inundaban el mar, los peces que no habían muerto habían tenido que adaptarse. Eran como esos barquitos que vendían dentro de botellas de cristal: diminutos, rígidos y como embalsamados. Peces dentro de escaparates. Peces de ciudad. Ana tendría que averiguar si el consumo de esta mutación tendría efectos dañinos o si era una opción viable, ahora que ya no había nada más.

Este texto fue publicado originalmente por Diario EL TELÉGRAFO (31/12/2019) bajo la siguiente dirección: 
https://www.eltelegrafo.com.ec/noticias/cultura/10/plasticos-playas