La sirena negra: el seductor canto de la muerte | Reseña

Breve reseña de la novela de Emilia Pardo Bazán, publicada en 1908.


Del relato homérico aprendimos las advertencias que le hiciera la soberana Circe a Odiseo para cuando se cruzase con las sirenas:


Primero llegarás a las Sirenas, las que hechizan a todos los hombres que se acercan a ellas. Quien acerca su nave sin saberlo y escucha la voz de las Sirenas ya nunca se verá rodeado de su esposa y tiernos hijos, llenos de alegría porque ha vuelto a casa; antes bien, lo hechizan éstas con su sonoro canto sentadas en un prado donde las rodea un gran montón de huesos humanos putrefactos, cubiertos de piel seca. Haz pasar de largo a la nave y, derritiendo cera agradable como la miel, unta los oídos de tus compañeros para que ninguno de ellos las escuche. En cambio, tú, si quieres oírlas, haz que te amarren de pies y manos, firme junto al mástil —que sujeten a éste las amarras—, para que escuches complacido, la voz de las dos Sirenas; y si suplicas a tus compañeros o los ordenas que te desaten, que ellos te sujeten todavía con más cuerdas[1].

Odiseo y las sirenas

¿Hay alguien que nos advierta sobre la seducción que ejercen los cantos de la muerte sobre los hombres? Quizá pudiéramos aventurarnos a decir que lo hace Emilia Pardo Bazán en La sirena negra, publicada en 1908. Difícil de encasillar en un movimiento específico, esta novela juega con los lindes del realismo, del naturalismo y aun con el surrealismo.

Las reflexiones teosóficas y sobre «la Seca» —alegoría de la muerte— son el centro de las cavilaciones y el eje conductor de las acciones de Gaspar de Montenegro, el protagonista de esta obra: un aristócrata potentado desilusionado de la vida. La narración, mayoritariamente en primera persona con diálogos interpolados, se inicia in medias res, mientras Gaspar camina en medio de la noche, presentando así los rasgos de una ciudad cosmopolita. La narración está en presente, aunque recurre a analepsis y prolepsis para darnos a conocer la vida, no solo de Gaspar, sino la de su hermana, Camila; el pequeño Rafaelín, objeto de sus afectos (no es un decir, existe una cosificación del infante), quien será adoptado por Montenegro tras la muerte de Rita Quiñónez para satisfacer el ansia de paternidad del desencantado.

Como un rasgo propio del naturalismo, ecografía de la vida de inicios del siglo XX, la obra abunda en descripciones de situaciones y lugares que nos acercan a la psicología de los personajes. Con un lenguaje refinado y preciosista, la obsesión con la muerte se expresa constantemente. La situación de privilegio del varón aristócrata se manifiesta no solo en los modos de vida, sino también en la asimetría de las relaciones de poder que ejerce sobre su herma, a quien mira como inferior en dotes y carácter, e incluso con Annie, la preceptora del niño, cuyo cuerpo será también objeto de deseo y que terminará violentando solo para dar cuenta de que la violencia y el poder se ejercen sobre los cuerpos vulnerables solo porque se puede.

Narrada con gran maestría, esta novela hace gala de diversos recursos narrativos que nos llevan a presenciar las aspiraciones más nobles y los deseos y actos más concupiscentes del hombre, no del ser humano. Al respecto, nos dice el protagonista en un soliloquio: «El “género humano” es el vocablo más vacío de sentido; no hay humanidad, hay hombres»[2].

La danse macabre

Particular atención merece el capítulo quinto, que se desmarca del resto de la obra para, en un flujo de consciencia, llevarnos por un sueño premonitorio de la muerte que evoca a las Danzas macabras tardomedievales.

La muerte, indefectible e inescrutable, se presentará ante Baltazar, pero no le alcanzará. Los cantos de la Sirena Negra, que acapararan la vida entera de este hombre, serán el augurio de ese montón de huesos humanos putrefactos que se presentan ante cualquiera que no sea Ulises.


[1] Homero, «Canto XII», Odisea (Madrid: Cátedra, 1987), 40.

[2] Emilia Pardo Bazán, La sirena negra (Biblioteca Virtual Universal-Editorial del Cardo, 2006), 2.


Sobre la autora

(La Coruña, 16 de septiembre de 1851-Madrid, 12 de mayo de 1921). Condesa de Pardo Bazán, novelista, periodista, feminista, ensayista, crítica literaria, poeta, dramaturga, traductora, editora, catedrática y conferencista española, introductora del naturalismo en España. Aunque se postuló tres veces, nunca llegó a ocupar un lugar de la RAE. Ciertos ‘caballeros’, miembros de la Academia, como Juan Valera, se opusieron a su incorporación aduciendo ‘argumentos’ como que su «su trasero no cabría en uno de los sillones de la RAE».

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