Me siento, hablando de fútbol, como la intelectual que no quiere salir del clóset. El fútbol no me gusta, ¡me encanta! Sin embargo, durante los cuatro años que tarda en llegar el Mundial puedo disimular muy bien que sé qué es un hat-trick frente a mis amigos ―fervorosos lectores de Borges (aquel que decía que el fútbol es universal porque la estupidez es universal)―; puedo esgrimir también ―y con consciencia― todos los argumentos en contra que me enseñó el haber estudiado sociología: la violencia innecesaria, el racismo, los sueldos desmedidos de los jugadores, el chovinismo, los golazos que nos meten con la ley de aguas mientras hay partido y demás. Pero lo que no puedo, ni por un segundo, es dejar de decir que tiemblo cuando se cobra un penal en algún partido; pero más que eso, cuando pienso en fútbol, pienso en mi papá contándome cuando jugaba en la calle en la ciudadela México y había una frase, que para un niño, lo resumía todo en el mundo: “si ponchas el ‘bleris’, me respondes”.
Hace algunos años llegó a mí La Cofradía de los Celestinos de Stefano Benni (Siruela, 1994), una irreverente crítica a nuestra sociedad en la que un grupo de niños huye de un orfanato para participar en el Campeonato Mundial de Baloncalle, desencadenando una furiosa persecución por parte de los poderes fácticos de Gladonia. El Gran Bastardo, enigmático e invisible inventor del anhelado y muy secreto torneo, ha elegido a Memorino, Alí y Diostecríe Luciano, alias ‘Lucifer’, del orfanato de Santa Celestina, como uno de los equipos que se debatirán el primer lugar jugando bajo el nombre de La Cofradía de los Celestinos. Los niños van en busca de los míticos hermanos Finezza, glorias del baloncalle, y en su periplo nos enseñan un universo lleno de la tenacidad perpetua e inocente de las causas infantiles y la ilusión de bienestar en un mundo sobreexplotado y triste. Yo pensaba que algo así debía existir y que sería maravilloso y me dormía pensando en que ojalá los niños no tuvieran que comer nunca más la col que les daban los padres Zopilotes en el orfanato.
Mientras se desarrolla la Copa de la FIFA con toda su cara oscura, en Brasil, del 1 al 12 de julio tomará lugar el Mundial de Fútbol Callejero. A él irán siete jóvenes que conforman la selección ecuatoriana (4 varones y 3 mujeres). Este otro Mundial reunirá a 300 jóvenes en situaciones de riesgo provenientes de 26 países de todo el mundo. El evento es organizado por el Movimiento de Fútbol Callejero, una red que se expresa como una fuerza política en defensa de los derechos humanos, de la paz y de la diversidad. Los equipos están conformados por jóvenes que se han destacado en sus comunidades y, mediante el juego, han adquirido herramientas para afrontar la vida.
Las reglas, como en cualquier partido de la calle, se concilian entre los 2 equipos. (Como cuando decías: «es falta si el otro se lastima o llora»; o si ya es muy tarde: «mete gol, gana»; «el partido se acaba si al dueño del balón le llama la mamá…»). Aquí no hay árbitros sino mediadores que facilitan las etapas del juego y el diálogo entre los participantes. De esta manera, el mismo juego que a ratos nos da sarna y nos indigna, se torna una herramienta poderosa para la mediación de conflictos, formación de liderazgos, desarrollo de grupos y organizaciones comunitarias. Se mantienen la alegría y la ilusión. Uno puede salir cantando como esos niños que menciona Galeano en Fútbol a sol y sombra: “ganamos, perdimos pero igual nos divertimos…”.
El 12 de julio se jugará la final en un estadio montado en una de las avenidas principales de la ciudad de Sao Paulo, la av. Ipiranga. Me habría encantado que mi papá-niño y los Celestinos pudieran ir a jugar.
Esta columna fue escrita para una revista local, pero en vista de los últimos acontecimientos, mejor que viva en el blog.