Chicas muertas, de Selva Almada | Reseña

Pensad que esto ha sucedido:
os encomiendo estas palabras.
Grabadlas en vuestros corazones
al estar en casa, al ir por la calle,
al acostaros, al levantaros;
repetídselas a vuestros hijos.
Si esto es un hombre
(Primo Levi, Trilogía de Auschwitz, 2017:29)

Vivo en un cuarto piso y estoy sola, mi marido está de viaje. Por primera vez en muchos años he puesto seguro en cada una de las puertas de mi casa. Un viento inusual, que viaja a más de veinte kilómetros por hora, se pelea con las hojas de zinc que recubren mi techo. Ese sonido, como de trueno, hace que me sobrecoja. A veces, Guayaquil hace que me duela el cuerpo. La escena que estoy viviendo es la misma que vive Andrea, mi tocaya, una de las protagonistas del libro que leo. Ella no despertó del sueño, ¿lo haré yo?

Chicas muertas, de Selva Almada, es un relato profundo y sin concesiones que oscila entre la crónica policial y el thriller, pero va más allá de eso. La narración parte de tres casos reales, «tres muertes impunes ocurridas cuando todavía, en nuestro país, desconocíamos el término femicidio». Almada, implicándose desde el primer momento en el relato, se remonta a sus recuerdos en la década de los ochenta, para contarnos las historias de Andrea Danne, quien fue hallada muerta en su cama, apuñalada; María Luisa Quevedo, cuyo cadáver, con el rostro picoteado por los pájaros, se encontró abandonado en un terreno baldío; y, Sarita Mundín, desaparecida —probablemente— debido al tráfico de mujeres.

Almada recuerda cuando escuchó en la radio la noticia de la muerte de Andrea. Entonces «no sabía que a una mujer podían matarla por el solo hecho de ser mujer» o que «la casa […] no era el lugar más seguro del mundo. Adentro de tu casa podían matarte. El horror podía vivir bajo el mismo techo que vos». A la noticia le sobrevino el silencio, el suyo y el de su padre. ¿Qué se puede decir frente al horror? O se calla o se escribe muchos años más tarde, como Primo Levi o Selva Almada.

Almada hace uso de múltiples voces narrativas, en primera y tercera persona especialmente, y varía entre el discurso directo y el indirecto libre. Incluso las chicas muertas pueden hablarnos. La autora, con eso, nos propone habitar una zona de indiferenciación entre nosotras y el afuera. Lo mismo hace uso de los recursos investigativos más pedestres como de lo esotérico —encarnado en la «Señora», una médium por medio de quien las occisas se expresan—, para proponernos: «Lo que tenemos que conseguir es reconstruir cómo el mundo las miraba a ellas. Si logramos saber cómo eran miradas, vamos a saber cuál era la mirada que ellas tenían sobre el mundo».

Noticias como las que son materia del libro llenan a cada día las páginas de los diarios en casi todos los países de Latinoamérica y usualmente la impunidad es también el pan de cada día, da lo mismo si los crímenes suceden en las grandes ciudades o, como en este caso, en las afueras. Algo que aprendemos con esta narración es que la muerte también tiene periferias y en sus márgenes también están los pobres y, lastimosamente, las chicas muertas.

Referencias bibliográficas:

Almada, Selva. Chicas muertas. Buenos Aires: Literatura Random House, 2014. E-book.
Levi, Primo. Trilogía de Auschwitz. Colombia: Editorial Planeta, 2017, 2.ª edición.

Mudanzas: cómo mudarme a Guayaquil me devolvió la voz

Aviadoras sin nombre en el Museo Municipal

La literatura y los viajes se parecen: son experiencias
de lo desconocido.
Cees Noteboom

Creo que las mejores cosas de mi vida han pasado viajando: conocer amigos, transitar espacios, enamorarme en el Perú de un hombre que catorce años después sigue preparando mochilas o cajas si decidimos cambiar de aires. Pasajera en trance, de Charly García, es uno de mis temas favoritos de toda la vida y tengo que admitir que quería ser esa mujer de la que habla la canción. Me vuelve loca el olor de una cafetería cerca de una tienda de perfumes, me huele a aeropuerto y esa sensación me hace feliz. Me encanta ese vacío en el estómago que se produce cuando el avión está despegando. Prefiero viajar ligera, con mochila, de preferencia. De niña me soñaba a menudo siendo viajera, no turista, y viviendo de lo que escribiera sobre esa experiencia.

Esta vez, si no hubiese tenido que mover toda la casa hubiera empacado a lo Chejov: un par de botas y unas cuantas libretas de notas, pero la cosa era un poco más compleja. ¡Qué cantidad de cosas puede la gente acumular en una casa! Recuerdos, principalmente. Este abril se cumple un año desde que mi familia humano-perruna y yo nos mudamos a Guayaquil. Fue una decisión adulta y bien pensada, además, con todas las circunstancias confluyendo a nuestro a favor para irnos. Tobi, mi marido, quería salir de Quito y su toxicidad y yo quería volver a la universidad para estudiar literatura —si era gratis, mejor—. Él viajó un mes antes que yo por requerimientos de su nuevo trabajo y para buscar un departamento, yo me quedé en Quito a cargo de la mudanza y haciendo trámites para ver si podía mantener mi trabajo desde allá. Esto segundo no funcionó.

La mudanza en sí misma implicó un rotundo movimiento emocional. Yo, que me pensaba poco materialista, encontré dificilísimo desprenderme de algunas cosas: esos pinceles no porque me los compré en un pulguero en Buenos Aires; tampoco esa figura que traje de México; eso no porque me lo dio mi mamá. Aun así, emocionada por el viaje, empaqué la mar de contenta por semanas, pero no fue sino hasta el jueves en la tarde, en vísperas de que el camión de la mudanza llegara, cuando un comprador se llevó el piano de la sala, que me di cuenta de que estaba dejando el refugio que me había construido a 3.078 m s. n. m. Mientras la puerta del parqueadero se cerraba, todo a mi alrededor se ponía como en fadeout y yo me eché a llorar. Por un momento no quise irme, me anulé. ¿Qué carajos estaba haciendo! En Quito tenía —como decía mi abuela— cama, dama y chocolate. En Guayaquil no tenía nada: ni amigos ni casa ni trabajo. ¿Futuro?

Venir a Guayaquil ha supuesto mucho más que el obvio desplazamiento físico, ha sido el inicio de un remezón emocional e intelectual. Francesco Careri postulaba en su libro Walkscapes el andar como práctica estética. El andar, dice, es un acto creativo y cognitivo capaz de transformar simbólica y físicamente tanto el espacio natural como el antrópico. El desplazamiento-tipo-mudanza, en consecuencia, es no solo un suceso existencial, sino también uno estético porque te permite pasar de un espacio topológico a otro y modificar ese espacio e incluso las poéticas de vida. Bajar al nivel del mar me ha permitido hacer un recorrido de la voz al cuerpo y del cuerpo a mí. Recuperarme.

Por muchos años me dediqué a corregir lo que otros escriben y a redactar textos esporádicamente. Por primera vez en un trabajo académico, medio crónica medio ensayo —una revisión sobre la curaduría de un museo que explora la ausencia de mujeres tanto en las representaciones como en la autoría—, me permití escribir un muy consciente «desde donde me enuncio» y anotar: «Asumo mi sesgo antrópico. Soy una mujer que escribe sobre mujeres que no aparecen, busco para no encontrarlas. Me pregunto lo mismo que Alice Rossi en 1965: ¿por qué tan pocas?». Sí, ya sé que enunciarse no debiera ser una novedad, pero mi antigua formación en sociología me había llenado la cabeza de una búsqueda —pretenciosa y falsa a más no poder— de una supuesta imparcialidad ligada indisolublemente a una escritura en tercera persona, un otro que no soy yo.

Habitar en el puerto me devolvió a mí. Acá soy esta: una deriva de páramo que contempla el río. Dialéctica. Heráclito no se dio cuenta de que no solo cambia el agua; cuando observo al Guayas, la que ha mudado, indefectiblemente, soy yo. Escribo, busco, me pienso en movimiento. Río y soy feliz. La mudanza es una expresión continua de mi existencia.

 

Este texto fue originalmente publicado en la revista digital La Zoila, el 19 de abril de 2018.