La eisoptrofobia es el miedo a los espejos. Leer, escribir y pensar, como ver nuestro reflejo, son ejercicios de confrontación. Soy Andrea Torres Armas, lectora / escritora / experimento con el lenguaje y las formas. Este sitio es uno de mis múltiples reflejos.
Relato de ficción que proyecta una catástrofe ambiental dentro de diez años. Quisiera que fuese una distopia futurista y no una predicción que de que «El mar era un cementerio sinuoso».
No podía recordar la última vez que entró a un lugar que no tuviera el aire acondicionado encendido. La idea de una temperatura ambiente agradable se había convertido en algo lejano; hacía tiempo que los termómetros no bajaban de los 35 °C. Cuando el mozo se acercó, pensó —con cierto pudor— que era demasiado temprano para pedir cerveza, pero la sed era más fuerte y aún tenía que hacer tiempo. Minutos después, mientras miraba una gota de agua deslizarse por la superficie del vaso recién salido del refrigerador, imaginó que su frente y espalda debían verse igual, empapadas de sudor.
Antes de salir, escuchó la conversación de la mesa de al lado y recordó que debía volver a untarse el bloqueador solar y ponerse la camiseta de mangas largas para evitar las quemaduras. —Ayer el bebe salió quince minutos y regresó rojito como camarón, ya no se puede andar así nomás.
Ataviada y con la maleta al hombro, se encaminó hacia la playa.
Un destello verdiazulado se reflejaba sobre el mar y se emocionó. Apretó el paso, pero al llegar junto a las fibras pesqueras, la imagen que se había figurado se vio corrompida. Miles de botellas plásticas se balanceaban con la marea confundidas con un montón de cadáveres de peces flotando panza arriba. La basura se extendía en el horizonte y el olor fétido se le instaló en el hipotálamo. Hubiera querido descalzarse, extender una toalla y después zambullirse en el mar, pero ya no había ni arena, sino un sinfín de micropartículas plásticas bajo sus pies. El mar era un cementerio sinuoso.
Hace varios años había escuchado de unas islas flotantes en el Pacífico, en el Índico y el Atlántico. Una especie de ingenuidad juvenil le había hecho querer viajar allí, pero cuando descubrió que las islas eran toneladas de basura y no los Uros oceánicos que se había imaginado, se horrorizó. Ahora sabía que esas islas se habían convertido ya en algo similar a las placas continentales y la contundencia de la estupidez humana le pesó sobre los hombros. Hubiese querido que su abuela estuviera ahí. No, mejor no, se hubiera muerto de nuevo del coraje. Ana había escuchado cien mil veces la misma discusión en las reuniones familiares:
—¡Ahora tanto adefesioso comprando platos desechables! Para no más de comer y luego lavar, andar gastando en tonteras.
—Ay, mamá, ¿quién va a estar lavando todo esto? Así es más fácil.
Su abuela sabía. Ana no entendía cómo, en cambio, alguien como su mamá pensaba que era fácil extraer petróleo, procesarlo, convertirlo en plato, distribuirlo en su supermercado de confianza para ser usado por menos de media hora y que luego este regrese a la tierra de la que, inicialmente, nunca debió haber salido.
Escuchó su nombre y se volteó. El resto del equipo de biólogos acababa de llegar. Debían empezar la recolección de muestras. Desde que los plásticos inundaban el mar, los peces que no habían muerto habían tenido que adaptarse. Eran como esos barquitos que vendían dentro de botellas de cristal: diminutos, rígidos y como embalsamados. Peces dentro de escaparates. Peces de ciudad. Ana tendría que averiguar si el consumo de esta mutación tendría efectos dañinos o si era una opción viable, ahora que ya no había nada más.
Pensad que esto ha sucedido: os encomiendo estas palabras. Grabadlas en vuestros corazones al estar en casa, al ir por la calle, al acostaros, al levantaros; repetídselas a vuestros hijos. Si esto es un hombre (Primo Levi, Trilogía de Auschwitz, 2017:29)
Vivo en un cuarto piso y estoy sola, mi marido está de viaje. Por primera vez en muchos años he puesto seguro en cada una de las puertas de mi casa. Un viento inusual, que viaja a más de veinte kilómetros por hora, se pelea con las hojas de zinc que recubren mi techo. Ese sonido, como de trueno, hace que me sobrecoja. A veces, Guayaquil hace que me duela el cuerpo. La escena que estoy viviendo es la misma que vive Andrea, mi tocaya, una de las protagonistas del libro que leo. Ella no despertó del sueño, ¿lo haré yo?
Chicas muertas, de Selva Almada, es un relato profundo y sin concesiones que oscila entre la crónica policial y elthriller, pero va más allá de eso. La narración parte de tres casos reales, «tres muertes impunes ocurridas cuando todavía, en nuestro país, desconocíamos el término femicidio». Almada, implicándose desde el primer momento en el relato, se remonta a sus recuerdos en la década de los ochenta, para contarnos las historias de Andrea Danne, quien fue hallada muerta en su cama, apuñalada; María Luisa Quevedo, cuyo cadáver, con el rostro picoteado por los pájaros, se encontró abandonado en un terreno baldío; y, Sarita Mundín, desaparecida —probablemente— debido al tráfico de mujeres.
Almada recuerda cuando escuchó en
la radio la noticia de la muerte de Andrea. Entonces «no sabía que a una mujer
podían matarla por el solo hecho de ser mujer» o que «la casa […] no era el
lugar más seguro del mundo. Adentro de tu casa podían matarte. El horror podía
vivir bajo el mismo techo que vos». A la noticia le sobrevino el silencio, el
suyo y el de su padre. ¿Qué se puede decir frente al horror? O se calla o se
escribe muchos años más tarde, como Primo Levi o Selva Almada.
Almada hace uso de múltiples voces narrativas, en primera y tercera persona especialmente, y varía entre el discurso directo y el indirecto libre. Incluso las chicas muertas pueden hablarnos. La autora, con eso, nos propone habitar una zona de indiferenciación entre nosotras y el afuera. Lo mismo hace uso de los recursos investigativos más pedestres como de lo esotérico —encarnado en la «Señora», una médium por medio de quien las occisas se expresan—, para proponernos: «Lo que tenemos que conseguir es reconstruir cómo el mundo las miraba a ellas. Si logramos saber cómo eran miradas, vamos a saber cuál era la mirada que ellas tenían sobre el mundo».
Noticias como las que son materia del libro llenan a cada día las páginas de los diarios en casi todos los países de Latinoamérica y usualmente la impunidad es también el pan de cada día, da lo mismo si los crímenes suceden en las grandes ciudades o, como en este caso, en las afueras. Algo que aprendemos con esta narración es que la muerte también tiene periferias y en sus márgenes también están los pobres y, lastimosamente, las chicas muertas.
Referencias bibliográficas:
Almada, Selva. Chicas muertas. Buenos Aires: Literatura Random House, 2014. E-book. Levi, Primo. Trilogía de Auschwitz. Colombia: Editorial Planeta, 2017, 2.ª edición.
Este texto fue originalmente publicado en la Revista Máquina combinatoria / Ensayo, vol. 1, n.º 6. Propone una aproximación a La invención de Morel desde el punto de vista filosófico. Un cruce ente Nietzsche y Bioy Casares dese el «eterno retorno».
Portada de la primera edición, de Norah Borges
Publicada en 1940 por el escritor argentino Adolfo Bioy Casares, pertenece al género de la ciencia-ficción y combina una serie de elementos de lo fantástico, la novela psicológica, de aventuras y policiaca. Jorge Luis Borges, quien prologara la obra, dice que no exagera al calificarla de perfecta.
El texto se estructura en cuarenta y tres apartados y está redactado a la manera de entradas en un diario (una suerte de prótesis de la memoria, en términos borgianos). Hay una narración en primera persona interpolada con discursos directos e indirectos libres. El lenguaje es erudito y recurre al uso de citas en otros idiomas, el francés principalmente; usa referencias a autores como Thomas Malthus o Cicerón, juega también con referencias a pie de página que funcionan como microficciones o incluso como dispositivos metanarrativos. Cabe anotar que la narración sucede in medias res.
El argumento de la obra es el siguiente:
Un escritor venezolano fugitivo[1], sentenciado injustamente –según él– a cadena perpetua, se refugia en una isla desierta de la que tiene conocimiento gracias a Dalmacio Ombrellieri, comerciante de alfombras. En esta isla, ubicada probablemente en el Pacífico sur, escribe un diario en el que relata los sucesos que ocurren en la novela. De la isla sabemos que en ella «no se vive»[2]; que incluso los piratas la evitan, pues además de su naturaleza inhóspita, pesa sobre ella una enfermedad misteriosa «que mata de afuera para adentro»[3]. En la isla hay tres construcciones: un museo –que sirve como habitáculo y en cuyo sótano hay una planta de energía–, una iglesia y una piscina.
Cierto día, el fugitivo descubre la presencia de un grupo de turistas y decide replegarse hacia la zona de los pantanos por temor a ser entregado a las autoridades. Entre los turistas hay una mujer que contempla los atardeceres cerca de las rocas. Aparece primero su imagen y luego el nombre: Faustine, de quien se obsesiona. Por un tiempo la acecha y luego decide acercársele, pero ella lo ignora. Junto con Faustine aparece un hombre de barba, vestido de tenista, Morel, quien tampoco parece advertir la presencia del fugitivo. El protagonista se inquieta y busca conocer quiénes son esas personas que aparecen en el museo cuando sube la marea y viven allí una semana, para desaparecer después con la bajada de las aguas. El protagonista intuye que la isla alberga un secreto y se impone la tarea de desvelarlo. Una tarde, durante una puesta de sol observa una anomalía: hay dos soles que se ponen y dos las lunas que aparecen. Otra tarde advierte que Faustine y Morel repiten una misma escena; luego cae en cuenta de otro elemento que le causa inquietud: cada tanto, un fonógrafo repite Valencia y Té para dos.
Intrigado por la ausencia de los turistas se decide a investigar y halla, para su sorpresa, que no hay evidencia de que allí, en el museo, hubiesen estado otras personas. Cree por un momento que su alimentación a base de raíces le ha producido alucinaciones, pero esa misma noche las personas reaparecen de la nada y empieza, por medio de las conversaciones, a informarse de lo que sucede.
«Había resuelto no decirles nada –dice Morel en una reunión a la que ha convocado–. Pero, como son amigos, tienen derecho a saber […] Mi abuso consiste en haberlos fotografiado sin autorización. Es claro que no es una fotografía como todas; es mi último invento. Nosotros viviremos en esa fotografía, siempre. Imagínense un escenario en que se representa completamente nuestra vida en estos siete días. Nosotros representamos. Todos nuestros actos han quedado grabados»[4].
He aquí la invención de Morel: se trata de una máquina que reproduce, como en un loop ad infinitum, las imágenes que ha capturado como si fuesen reales, tanto que el mismo fugitivo no ha podido distinguir las verdaderas de las falsas.
Morel informa a sus compañeros sobre los detalles de la creación. Sobre esto, el prófugo se pregunta sobre los efectos del invento. Baja al sótano donde está la usina y halla la máquina a la que él mismo se expone por equivocación, es ahí cuando descubre que la enfermedad que pesa sobre la isla ahora pesa sobre él.
***
«Hoy, en esta isla, ha ocurrido un milagro»
La primera oración de esta novela nos da una de las claves para abordarla: «Hoy, en esta isla, ha ocurrido un milagro»[5]. De esta frase podemos colegir tres elementos: el hoy nos habla del tiempo; la isla nos sitúa en el espacio; y, finalmente, el milagro nos introduce en la dimensión metafísica. No podemos entender nada fuera del tiempo y del espacio. Sobre el tiempo, hay varias nociones que se manifiestan en la obra:
La idea de transcurso es distinta mientras el fugitivo se encuentra solo. El tiempo que ha transcurrido en la isla, o desde que empieza a llevar un registro de su llegada, no se puede determinar con facilidad; no es sino hasta cuando descubre al grupo de turistas que la idea de la duración puede advertirse, algo que luego se confirma en tanto repetición –inicialmente del encuentro entre Faustine y Morel, cuando hay una especie dedéjà-vu, y que luego se confirma con la repetición de Valenciay Té para dos–.
La repetición –ligada al eterno retorno–, se convierte entonces en el eje articulador de la trama: la invención de Morel consiste en repetir una serie de acontecimientos registrados fotográficamente en el transcurso de una semana, el mecanismo se activa dependiendo de la fluctuación de las mareas. Morel ha diseñado su máquina a fin de eternizar su existencia [«Nótese que, por esta vez, no cabe exageración en la palabra eternizar»[6], dirá el este personaje barbudo en una conversación con sus compañeros], pero, sobre todo, la de Faustine, lo que se podría interpretar como la fórmula amor fati de Nietzsche, es decir, querer el círculo del eterno retorno: «lo que quieras, quiérelo de manera tal que también quieras el eterno retorno»[7]. Esta sentencia se convierte en un dispositivo ético: un campo de fuerzas. Tanto el fugitivo como Morel condensan en Faustine un sentimiento tan intenso que los impulsa a vivir y, en el caso del Morel, a revivir.
Ahora bien, por oposición, ligada a la idea de la eternidad aparece la noción del instante, así: «La eternidad rotativa puede parecer atroz al espectador; es satisfactoria para sus individuos»[8] –refiere Morel a sus compañeros–, pero enseguida los introduce en una reflexión sobre el instante: «Acostumbrado a ver una vida que se repite, encuentro la mía irreparablemente casual […] yo no tengo próxima vez, cada momento es único, distinto […] Es cierto que para las imágenes tampoco hay próxima vez (todas son iguales a la primera)»[9].
Para explicar una inconsistencia en el planteamiento del autor hay que retroceder un poco en la novela: la primera vez que el fugitivo advierte la repetición de acontecimientos sucedidos ochos días atrás, piensa: «el atroz eterno retorno»[10]. Analizando estas dos citas, la una que habla del instante único y la otra que habla sobre ese atroz eterno retorno, vemos que Bioy Casares ha incurrido en un error, puesto que considera eterno retorno, a la vuelta de lo mismo –la imagen que se repite– cuando en realidad debiera hacerlo en términos del retorno de lo distinto –justamente en la especificidad del instante–. Respecto de este mismo tema se encuentra otra cita: «—Ya nunca podría creerle. Nunca. / —La influencia del porvenir sobre el pasado —dijo Morel— con entusiasmo y voz muy baja»[11]. Queda manifiesta la noción de simultaneidad en la que coexisten pasado, presente y futuro; el instante es flujo, multiplicidad, contiene en sí la diferencia.
Pasaremos por alto el segundo elemento que se desprende de la primera línea del texto, el espacio, para introducirnos en la dimensión metafísica que se manifiesta en varios elementos; el primero de ellos ligado directamente con el idealismo platónico.
Sobre Platón vamos a encontrar una referencia directa a partir de la siguiente cita: «Tengo un dato, que puede servir a los lectores de este informe para conocer la fecha de la segunda aparición de los intrusos: las dos lunas y los soles se vieron al día siguiente»[12]. Con este párrafo se introduce una referencia a Cicerón, quien habría hablado de esta visión de los dos soles. La alusión a Cicerón –en un ejercicio de metatextualidad– nos conduce a un supuesto error de traducción detectado por el editor que explica que se ha omitido la palabra más importante: «geminato (de geminatus, geminado, duplicado, repetido, reiterado)»[13]. Esta es la clave para introducirse en dos aristas de lo mismo: el tema del doble –que nos remite al mundo de las ideas (lo verdadero) y a unas ‘copias’, que es son el mundo al que podemos acceder–; y la inmortalidad que nos pone frente a la dicotomía alma-cuerpo y a ser y devenir.
El artefacto de Morel, en cuanto reproduce copias, trae a colación el tema de la consciencia/alma en oposición al cuerpo. El inventor menciona que, tras varios experimentos, ha dado con reproducciones de personas tan vívidas que nadie podría distinguirlas de las personas vivas. Así:
Si acordamos la consciencia, y todo lo que nos distingue de los objetos, a las personas que nos rodean, no podremos negárselos a las creadas por mis aparatos, con ningún argumento válido y exclusivo.
Congregados los sentidos, surge el alma.
[…] Y ustedes mismos, cuántas veces habrán interrogado el destino de los hombres, habrán movido las viejas preguntas: ¿Adónde vamos? ¿En dónde yacemos, como en un disco músicas inaudibles hasta que Dios nos manda nacer? ¿No perciben un paralelismo entre los destinos de los hombres y de las imágenes?
La hipótesis de que las imágenes tengan alma parece confirmada por los efectos de mi máquina sobre las personas, los animales y los vegetales emisores[14].
Sin embargo, las imágenes no viven; de hecho, se plantea: «La vida será, pues, un depósito de la muerte»[15], la imagen «conocerá todo lo que ha sentido o pensado, o las combinaciones ulteriores de lo que ha sentido o pensado»[16]. Ahora, si la imagen tuviera consciencia, habría una posibilidad del eterno retorno. Estela Beatriz Barrenechea[17] presenta una lectura de Nietzsche que nos permite una aproximación: el «Dios ha muerto» nos abre la posibilidad de la eternidad. Sin un Dios que dé cuenta de la identidad del yo –dice Barrenechea– no hay garantía, ni fundamentos, ni sujeto estático de conocimiento, yo no soy el mismo yo de un momento a otro.
En el eterno devenir que plantea la máquina de Morel, en la reproducción de la imagen, es cuando el yo, en un instante fugaz, vive la experiencia del eterno retorno. Entonces, «dejo de ser yo mismo (hic et nunc) y soy susceptible de devenir innumerables otros, hasta que caigo nuevamente en el olvido». Esta experiencia del yo se conecta con la memoria, con esa suspensión que parecen sufrir las imágenes que repiten incesantemente una misma semana. «Si mi conciencia actual es el olvido que oculta el eterno devenir y absorbe todas las identidades en el yo, la memoria por el contrario se da en el instante de mi renuncia a mi yo actual», es ahí, entonces, «en el olvido del eterno retorno donde reside su verdad»
Deleuze, Gilles. «Segundo aspecto del eterno retorno: como pensamiento ético y selectivo». Nietzsche y la filosofía. Traducción de Carmen Artal. Barcelona: Editorial Anagrama, 6.ª edición. Versión pdf.
Notas
[1] Narrador en primera persona cuyo nombre no se da a conocer.
[2] Adolfo Bioy Casares, La invención de Morel (Alianza editorial: Madrid, 2012), 10.
[7] Gilles Deleuze, «Segundo aspecto del eterno retorno: como pensamiento ético y selectivo», Nietzsche y la filosofía, traducción de Carmen Artal (Barcelona: Editorial Anagrama, 6.ª edición), 39, versión pdf.