Peces de ciudad

Relato de ficción que proyecta una catástrofe ambiental dentro de diez años. Quisiera que fuese una distopia futurista y no una predicción que de que «El mar era un cementerio sinuoso».

No podía recordar la última vez que entró a un lugar que no tuviera el aire acondicionado encendido. La idea de una temperatura ambiente agradable se había convertido en algo lejano; hacía tiempo que los termómetros no bajaban de los 35 °C. Cuando el mozo se acercó, pensó —con cierto pudor— que era demasiado temprano para pedir cerveza, pero la sed era más fuerte y aún tenía que hacer tiempo. Minutos después, mientras miraba una gota de agua deslizarse por la superficie del vaso recién salido del refrigerador, imaginó que su frente y espalda debían verse igual, empapadas de sudor.

Antes de salir, escuchó la conversación de la mesa de al lado y recordó que debía volver a untarse el bloqueador solar y ponerse la camiseta de mangas largas para evitar las quemaduras. —Ayer el bebe salió quince minutos y regresó rojito como camarón, ya no se puede andar así nomás.

Ataviada y con la maleta al hombro, se encaminó hacia la playa.

Un destello verdiazulado se reflejaba sobre el mar y se emocionó. Apretó el paso, pero al llegar junto a las fibras pesqueras, la imagen que se había figurado se vio corrompida. Miles de botellas plásticas se balanceaban con la marea confundidas con un montón de cadáveres de peces flotando panza arriba. La basura se extendía en el horizonte y el olor fétido se le instaló en el hipotálamo. Hubiera querido descalzarse, extender una toalla y después zambullirse en el mar, pero ya no había ni arena, sino un sinfín de micropartículas plásticas bajo sus pies. El mar era un cementerio sinuoso.

Hace varios años había escuchado de unas islas flotantes en el Pacífico, en el Índico y el Atlántico. Una especie de ingenuidad juvenil le había hecho querer viajar allí, pero cuando descubrió que las islas eran toneladas de basura y no los Uros oceánicos que se había imaginado, se horrorizó. Ahora sabía que esas islas se habían convertido ya en algo similar a las placas continentales y la contundencia de la estupidez humana le pesó sobre los hombros. Hubiese querido que su abuela estuviera ahí. No, mejor no, se hubiera muerto de nuevo del coraje. Ana había escuchado cien mil veces la misma discusión en las reuniones familiares:

—¡Ahora tanto adefesioso comprando platos desechables! Para no más de comer y luego lavar, andar gastando en tonteras.

—Ay, mamá, ¿quién va a estar lavando todo esto? Así es más fácil.

Su abuela sabía. Ana no entendía cómo, en cambio, alguien como su mamá pensaba que era fácil extraer petróleo, procesarlo, convertirlo en plato, distribuirlo en su supermercado de confianza para ser usado por menos de media hora y que luego este regrese a la tierra de la que, inicialmente, nunca debió haber salido.

Escuchó su nombre y se volteó. El resto del equipo de biólogos acababa de llegar. Debían empezar la recolección de muestras. Desde que los plásticos inundaban el mar, los peces que no habían muerto habían tenido que adaptarse. Eran como esos barquitos que vendían dentro de botellas de cristal: diminutos, rígidos y como embalsamados. Peces dentro de escaparates. Peces de ciudad. Ana tendría que averiguar si el consumo de esta mutación tendría efectos dañinos o si era una opción viable, ahora que ya no había nada más.

Este texto fue publicado originalmente por Diario EL TELÉGRAFO (31/12/2019) bajo la siguiente dirección: 
https://www.eltelegrafo.com.ec/noticias/cultura/10/plasticos-playas

sobre períodos y fractales

Justamente esta es una época de períodos. En mi caso, de uno en que siento que he empezado a morir desde hace varios días, uno en que una muerte lenta y dolorosa me toma en sus manos a susurrarme: incertidumbre…
Como caminar por un laberinto donde no se escuchan alas batiéndose a duelo con las sombras, donde los únicos pasos van camino al borde de la cornisa.  Mi cuerpo cae y lo miro desde arriba.
Supongo de debí haber bebido un filtro, uno de esos que dan por vicio ver la realidad, uno que te muestra los cucos del armario reclamándote abandonarlos cuando apenas eran unos niños, y tú también.
Las voces que se elevan como ecos en la noche, gritan, como grité yo misma tantas veces.
¡Eres mala Andreíta! ¡Eres mala, para todos todo, para nosotros nada..!
Ahora ellos me tienen a mí, lanzando telarañas desde el seno del abismo, conjurando no sé qué hechizos para empaparme los ojos y ofrecerle mi cordura a la luna tierna.   Algodones empapados de luna puestos sobre los ojos ayudan a los locos y a los desesperados.
Matemática perfecta. Mientras mis huesos se deshacen sobre las rocas, el universo forma un magnífico fractal, cada uno de mis restos es idéntico a mi.
Espérame en cielo.
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delirios

Tinta.

Chorreaba tinta.  Una delgada línea  se  deslizaba por entre las comisuras de sus  labios.  Esta, como tantas otras veces,  a sus pies se formaba un charco de color violeta inconfundible. Él la recordaba por las marcas que dejaba sobre sus sábanas y por su olor.  De vez en cuando el viento le hablaba de ella, pero esta noche no había nada.  Miraba hacia el horizonte pensando en que las montañas se dibujaban como en el esfumato renacentista, pero faltaba ella y su grave figura desvaneciéndose entre las sombras. Sus labios alguna vez le habían hablado de Ítaca, de magas, de ferrocarriles.  Su boca dibujaba en el aire caminos hacia ningún lugar; le ofrecía a diario el infierno con todas sus llamas y cada uno de los elixires que manaran de su cuerpo.  Tantas noches había sido su morada, ella le contenía entre sus muslos mientras el resto de criaturas de la noche aguardaban una señal para levantar el vuelo hasta que llegue el día y esconderse. 

-¿Quién lo habrá encendido?, pídele por favor que apague el sol-. 

Las sombras dibujadas en el piso indican que ella está por partir.  Su aroma impregna las cortinas y por la ventana se resbala la primera gota que como tinta indeleble ha resultado de la unión de ambos cuerpos.

 Admira ella un cuerpo ahora laxo, de respiración pausada que irradiaba la luz del ocaso; encendida, abrasadora ahora, desfalleciente luego.  -¡Oh Ángel Caído, dentro de tu cuerpo se halla la esencia de la magia.  Por tus poros y tu boca han penetrado las tintas con que se escriben cada una de las letras del Caos.  Nunca más pequeño mío.  Nunca más!-.  

En la mesa de la esquina el humo se eleva hasta llegar a una ventolera por la que se desvanece.  Las risas de las mujeres le aturden, tantos cuerpos contorsionándose en ese mínimo espacio le asfixian.  Se levanta, deja el vaso con los restos de lo que fueran dos hielos y piensa en que hoy más que nunca tiene que escapar.  ¿Quién carajos le mandó a ser ilusionista? Si fuese una simple puta o una sombra estaría mejor. Cierra los puños apretándolos fuertemente y se va.  Un rastro como de mercurio se escurre por el piso. 

Caballero,  ¿me podría dar fuego?  -abre los ojos con el sobresalto de quien sale de un trance-. Había pasado tiempo recordándola, repasando sus formas en el espacio vacío, había logrado hacer al menos un palíndromo con su nombre y al fin estaba ahí, sonriéndole, atrayendo todo su cuerpo hacia ella, sus ojos castaños parecían tener la misma iridiscencia que tiene la flama.  Parada frente a él simulaba un espejismo, sus labios simplemente le invitaban a beber su tinta y respirar el delicado aroma que dejaba para asegurar que no era un fantasma.Una vez más él estaba dentro de ella.

Chorreaba tinta, un delicado hilo de ella escapaba detrás de sus cabellos bañándole el brazo.  En realidad era hermosa.  Había esperado por ella varios años.  La besó en la frente, giró sobre su costado y se durmió.A la mañana siguiente sólo encontró las sábanas mojadas y un papel en blanco.

¿A qué deshoras se le había ocurrido ser escritor?

Andrea Torres Armas

cuentos de humo

Pie tras pie, bocanada a bocanada la ciudad se consume.  El vaho asciende desde las alcantarillas, siento frío y miedo y quiero encender un cigarrillo o gritar…

Me comería las uñas si las tuviera, encendería una hoguera con todos los diarios y luego, lentamente, poco a poco, como en una ducha de agua fría, me introduciría en ella: primero la punta de los pies y las canillas, giraría lentamente hasta que las llamas rocen ligeramente las caderas, luego los hombros y las manos acariciando las chispas que las bañan, luego la coronilla y cerrando los ojos al fin, empezaría a girar hasta sentirme envuelta totalmente.  Levantaré las manos al cielo y, cercada en llamas, ahuyentaré a los mendigos y a las sombras.

Daría una gran carcajada y me echaría a correr hasta que, finalmente, exhausta y totalmente desnuda, me detenga en una esquina a llorar desconsolada porque me han dicho que no existe.

Caminaría de nuevo lentamente, paso a paso, pie tras pie, manos en los bolsillos en dirección a casa.  Desbarataría cajas de papeles que afirman una fantasía.  Me revolcaría en el piso gimiendo de rabia y de rencor intentando rellenar con páginas de árboles caídos agujeros en el piso que conducen a la veintiuno dimensión.

Me echaría a llorar, seguro, si tuviera ojos, si los tuviera… o me comería las uñas o me convertiría en sal para escocerme en las heridas.  Gritaría fuerte, muy fuerte, con un grito desgarrador; entornaría los ojos hasta no ver nada, no hay nada que merezca la pena verse o caminar.

Supondré que el olvido es un anhelo, y que como siempre, digo mucho y en verdad no hay nada.  Me vestiré de luto y haré algún ritual de antropofagia para comerme a mí misma, lentamente en cada página.

Mientras desaparece con ese relato mi costilla y con ese otro mi útero o el vientre un amigo entonará alguna melodía que resuma que mi bruja en el espejo está cansada, que mi espejo está hecho polvo, que el licor que bebía cada mañana es arsénico que envenena las mieles y que mi pluma, -si alguna vez estuvo- ahora ya no existe, y que esta ciudad, de lunes siempre gris, lluviosa y triste, fue solamente un hechizo.

Andrea Torres Armas

El lugar donde se juntan los polos

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Quito, 21 de junio de 2007.

El lugar donde se juntan los polos
(comunicado público)

Escribo con asombro e ilusión, los mismos sentimientos que tuve un lunes de hace tres años cuando iniciaba mi diario de viaje, un cuaderno cualquiera titulado “Bitácora de paranoias”.  En la primera página había un reloj, media mariposa, y una inscripción latina rezando –quid rides? mutato nomine, de te fabula narratur- (y vos, ¿de qué te ríes? Si cambiaras el nombre sería tu historia).

Nada sería igual –ya lo dijo el Duende- y vaya que si yo se de eso.  Un sin número de puertas se abrieron, tuve reencuentros anhelados, cabos que se ataron y desataron para cambiarme la vida, episodios paranoides, encontrones con la realidad, magia, mucha magia y varios hallazgos inesperados que hicieron, y aún hacen, que el mundo sea diferente.

Más feliz.

Iba con la idea de dejar de fumar, de escalar montañas, de desenamorarme y acatar las reglas que me fueran entregadas; nunca consideré que me entregarían un folleto con la portada impresa y las reglas en blanco, que cuando las conocí, las rompería todas (hasta la 11, y eso que era difícil); que fumaría más, que pararía en un hospital paupérrimo una madrugada, que encontraría a la Cofradía de Baco y la Comunidad del Tornillo, que sería parte de la Comisión Internacional de estandarización y normativas del 40, que la Ruta Inka sería en realidad la Ruta de la Inkacola y el Seco de chivo; que sufriría los estragos de la oxitoxina, que le escribiría un ensayo breve a esta sustancia, y que a estas horas, aquí, estaría enamorada del mismo tipo con el rompí un pacto, que ahora sería más yo, y casi un ejemplo de píxel.

Mientras escribo esto tengo miles de destellos mentales, recuerdos de abrazos, miradas, silencios, sonrisas, lágrimas, rostros y nombres –por cautela- innombrables.  No se si sirva de algo decir que tengo nostalgia, que por varios de esos innombrables me tomaré un café y un cigarrillo frente a mi ventana.  Que he esperado mucho para dar señales de vida que quizás no importan, que tengo hoy más que nunca clara la idea de que el Ecuador, no es una línea imaginaria es el lugar donde se juntan los polos, o que es al menos, el punto de partida.

¡Salud por el solsticio de verano!

Andrea Torres Armas.