¡¡¡ Huele y sabe a SOPA!!!

Creo que en cosas como esta es más que necesario parecernos a Mafalda: ¡que la ley SOPA (Stop Online Piracy Act), nos de mucho asquito!

Y es que tanto se habla de propiedad intelectual, derechos de autor, marcas y demases en estos tiempos, que parece que cada vez va a resultar más difícil saber algo y compartir, o simplemente, que alguien sepa algo. ¿Dónde queda ahí la libertad de expresión, el uso «adecuado» de las NTIC’s, el derecho de saber y pensar?

¿2012, cambio de era? ¡Claro! Regreso al medioevo.

Al respecto, les recomiendo un artículo escrito por David Bravo de la Fundación Copy Left para la revista Orsai, se llama El botón que copia los tomates.

En este,  Bravo intenta explicar por qué considera que los titulares de una propiedad intelectual no tienen ya posibilidad alguna de exclusión de su uso con la llegada de las nuevas tecnologías y hace un repaso histórico del despilfarro que ha supuesto la inversión en costes de exclusión y propone buscar respuestas por otros caminos distintos a impedir el acceso libre a los bienes culturales.

Les dejo el inicio del artículo y una de las imágenes de Quino que representa claramente lo que a mí me produce esta ley SOPA.

Si algo ha demostrado la ineficacia de los intentos de exclusión pese a la enorme inversión económica realizada en sus costes durante la última década, es que resulta imposible evitar la libre circulación de obras intelectuales a través de Internet. Las nuevas tecnologías han convertido en una aspiración imposible todo intento por parte de la industria de decidir quién puede acceder a sus contenidos.

Enlazando con lo dicho por Javier Bardem (tras el rechazo en España de la ley Antidescargas), sobre la injusticia que supondría para quien cultiva y vende tomates que existiese una máquina que los copie, parece razonable aceptar dos premisas básicas.

La primera de ellas es que el invento es digno de fiesta, perspectiva no muy común entre quienes miden todo avance tecnológico en función de su impacto en el mercado y no en el del simple y llano beneficio social.

La segunda es que la sociedad, del mismo modo que necesita la máquina de copiar tomates, necesita a quienes los cultivan, por lo que, y derivado de su propio interés, habrá de remunerarse al agricultor para que siga trabajando y aporte lo que después se copiará.