Fin y principio | Wislawa Szymborska

Hoy, que en esta latitud equinoccial es Mushuk nina, la Fiesta del fuego nuevo y además el Día de la poesía, quiero dejarles este poema de la escritora Wislawa Szymborska, premio Nobel de Literatura en 1996. Que esta pandemia nos coja con esperanzas renovadas para afrontar lo que se viene.

A continuación el poema leído por mí y el texto:

Fin y principio (1993)

Después de cada guerra
alguien tiene que limpiar.
No se van a ordenar solas las cosas,
digo yo.

Alguien debe echar los escombros
a la cuneta
para que puedan pasar
los carros llenos de cadáveres.

Alguien debe meterse
entre el barro, las cenizas,
los muelles de los sofás,
las astillas de cristal
y los trapos sangrientos.

Alguien tiene que arrastrar una viga
para apuntalar un muro,
alguien poner un vidrio en la ventana
y la puerta en sus goznes.

Eso de fotogénico tiene poco
y requiere años.
Todas las cámaras se han ido ya
a otra guerra.

A reconstruir puentes
y estaciones de nuevo.
Las mangas quedarán hechas jirones
de tanto arremangarse.

Alguien con la escoba en las manos
recordará todavía cómo fue.
Alguien escuchará
asintiendo con la cabeza en su sitio.
Pero a su alrededor
empezará a haber algunos
a quienes les aburra.

Todavía habrá quien a veces
encuentre entre hierbajos
argumentos mordidos por la herrumbre,
y los lleve al montón de la basura.

Aquellos que sabían
de qué iba aquí la cosa
tendrán que dejar su lugar
a los que saben poco.
Y menos que poco.
E incluso prácticamente nada.

En la hierba que cubra
causas y consecuencias
seguro que habrá alguien tumbado,
con una espiga entre los dientes,
mirando las nubes.

Necropolítica y biopoder en tiempos de pandemia

Sé que esta publicación no sirve para nada, pero no he podido dejar de pensar en la necropolítica y el biopoder (Achille Mbembe y Foucault me acompañan). Recordemos que la necropolítica, más que el derecho a matar, presenta la posibilidad de exponer a otros a la muerte (inserte aquí su población vulnerable favorita: adultos mayores, poblaciones empobrecidas, cuerpxs otrxs, grupos que deberían contar con atención prioritaria, pero son precarizados).

La escritora y activista Clara Valverde nos decía en una entrevista para Kaos en la red que la necropolitica


«Es la política basada en la idea de que para el poder unas vidas tienen valor y otras no. No es tanto matar a los que no sirven al poder sino dejarles morir, crear políticas en las que se van muriendo.

Los excluidos son los que no son rentables para el poder ni para implementar sus políticas. Son los que no producen ni consumen, los que, de alguna manera, sin querer y sin saberlo en la mayoría de los casos, solo existiendo, ponen en evidencia la crueldad del neoliberalismo y sus desigualdades».

Ante esta realidad solo nos queda la empatía radical; es decir, ponerse en el lugar del otro; mostrar lxs otrxs que su sufrimiento nos incumbe. Pero mostrar aquí no implica quejarnos en redes sociales rasgándonos las vestiduras o exponiendo nuestros privilegios, podríamos hacer centros de acopio de artículos de primera necesidad en nuestros barrios, coordinar con instituciones como el cuerpo de bomberos y gestionar ayuda humanitaria. Es cierto que todos nos expondríamos (habrá que tomar medidas sanitarias si logramos hacer algo). La cosa es que, al final, la empatía radical se fundamenta en darnos cuenta de que lxs otrxs no son tan diferentes que nosotrxs mismxs.

Y ya, ya que me puse a escribir, invoquemos a Whitman:

«Me celebro y me canto,
y todo lo que asumo, tú también lo asumes
porque cada átomo que me pertenece también te pertenece».

La sirena negra: el seductor canto de la muerte | Reseña

Breve reseña de la novela de Emilia Pardo Bazán, publicada en 1908.


Del relato homérico aprendimos las advertencias que le hiciera la soberana Circe a Odiseo para cuando se cruzase con las sirenas:


Primero llegarás a las Sirenas, las que hechizan a todos los hombres que se acercan a ellas. Quien acerca su nave sin saberlo y escucha la voz de las Sirenas ya nunca se verá rodeado de su esposa y tiernos hijos, llenos de alegría porque ha vuelto a casa; antes bien, lo hechizan éstas con su sonoro canto sentadas en un prado donde las rodea un gran montón de huesos humanos putrefactos, cubiertos de piel seca. Haz pasar de largo a la nave y, derritiendo cera agradable como la miel, unta los oídos de tus compañeros para que ninguno de ellos las escuche. En cambio, tú, si quieres oírlas, haz que te amarren de pies y manos, firme junto al mástil —que sujeten a éste las amarras—, para que escuches complacido, la voz de las dos Sirenas; y si suplicas a tus compañeros o los ordenas que te desaten, que ellos te sujeten todavía con más cuerdas[1].

Odiseo y las sirenas

¿Hay alguien que nos advierta sobre la seducción que ejercen los cantos de la muerte sobre los hombres? Quizá pudiéramos aventurarnos a decir que lo hace Emilia Pardo Bazán en La sirena negra, publicada en 1908. Difícil de encasillar en un movimiento específico, esta novela juega con los lindes del realismo, del naturalismo y aun con el surrealismo.

Las reflexiones teosóficas y sobre «la Seca» —alegoría de la muerte— son el centro de las cavilaciones y el eje conductor de las acciones de Gaspar de Montenegro, el protagonista de esta obra: un aristócrata potentado desilusionado de la vida. La narración, mayoritariamente en primera persona con diálogos interpolados, se inicia in medias res, mientras Gaspar camina en medio de la noche, presentando así los rasgos de una ciudad cosmopolita. La narración está en presente, aunque recurre a analepsis y prolepsis para darnos a conocer la vida, no solo de Gaspar, sino la de su hermana, Camila; el pequeño Rafaelín, objeto de sus afectos (no es un decir, existe una cosificación del infante), quien será adoptado por Montenegro tras la muerte de Rita Quiñónez para satisfacer el ansia de paternidad del desencantado.

Como un rasgo propio del naturalismo, ecografía de la vida de inicios del siglo XX, la obra abunda en descripciones de situaciones y lugares que nos acercan a la psicología de los personajes. Con un lenguaje refinado y preciosista, la obsesión con la muerte se expresa constantemente. La situación de privilegio del varón aristócrata se manifiesta no solo en los modos de vida, sino también en la asimetría de las relaciones de poder que ejerce sobre su herma, a quien mira como inferior en dotes y carácter, e incluso con Annie, la preceptora del niño, cuyo cuerpo será también objeto de deseo y que terminará violentando solo para dar cuenta de que la violencia y el poder se ejercen sobre los cuerpos vulnerables solo porque se puede.

Narrada con gran maestría, esta novela hace gala de diversos recursos narrativos que nos llevan a presenciar las aspiraciones más nobles y los deseos y actos más concupiscentes del hombre, no del ser humano. Al respecto, nos dice el protagonista en un soliloquio: «El “género humano” es el vocablo más vacío de sentido; no hay humanidad, hay hombres»[2].

La danse macabre

Particular atención merece el capítulo quinto, que se desmarca del resto de la obra para, en un flujo de consciencia, llevarnos por un sueño premonitorio de la muerte que evoca a las Danzas macabras tardomedievales.

La muerte, indefectible e inescrutable, se presentará ante Baltazar, pero no le alcanzará. Los cantos de la Sirena Negra, que acapararan la vida entera de este hombre, serán el augurio de ese montón de huesos humanos putrefactos que se presentan ante cualquiera que no sea Ulises.


[1] Homero, «Canto XII», Odisea (Madrid: Cátedra, 1987), 40.

[2] Emilia Pardo Bazán, La sirena negra (Biblioteca Virtual Universal-Editorial del Cardo, 2006), 2.


Sobre la autora

(La Coruña, 16 de septiembre de 1851-Madrid, 12 de mayo de 1921). Condesa de Pardo Bazán, novelista, periodista, feminista, ensayista, crítica literaria, poeta, dramaturga, traductora, editora, catedrática y conferencista española, introductora del naturalismo en España. Aunque se postuló tres veces, nunca llegó a ocupar un lugar de la RAE. Ciertos ‘caballeros’, miembros de la Academia, como Juan Valera, se opusieron a su incorporación aduciendo ‘argumentos’ como que su «su trasero no cabría en uno de los sillones de la RAE».